miércoles, 7 de octubre de 2009

La Tercera

Hay una misa de esas especiales hoy en la universidad. Aparentemente alguno de los estudiantes se suicidó hace un par de días. ¿Será que este mes es popular para morir? La semana pasada murió también otro, pero a ese no le hicieron misa, tal vez no era tan querido o tal vez nunca nadie se dio cuenta. Algunos de mis amigos piensan ir a la ceremonia, pero yo no. No hay nada más triste que ver a gente triste estando triste, bueno, excepto cuando tu eres uno de los que esta triste. Pero hoy yo no lo estoy, puede que haya tenido que aguantar tres horas seguidas de ciencias políticas y puede que esta mañana no haya podido tomar café porque mi cafetería preferida estaba cerrada, hoy era un día feliz.

Tengo una o dos horas de descanso antes de la siguiente clase, las debo aprovechar. Podría comenzar a adelantar trabajos o a revisar mi correo, pero hay una niña de menos de un metro de altura que no me deja de mirar de arriba abajo. Usa un vestido blanco con lazos grises, de esos de los viejos que, aparentemente, cada mamá uso alguna vez, de esos de los que cada niña que conozco tiene una foto vestida así. En la mano derecha tiene agarrado un gorro redondo y grande que combina con su vestido, y el brazo derecho lo mantiene doblado para sostener un bolso gris en el que solo lleva dulces y un celular rosado de juguete. Ella me sigue mirando y no deja de hacerlo hasta que un señor, alto y bastante gordo, la agarra de la mano y la hala hacia el auditorio, la misa esta por empezar.

La niña del bolso gris tiene una sonrisa en la cara y es tal vez la única en todo el lugar que posee una, como un punto blanco entre todos los vestidos negros. Ella no entiende aun que está pasando. Tal vez si lo entendiera no estuviera tan feliz, o tal vez si lo estaría, después de todo está estrenando ese vestido blanco que tanto le rogó a su mamá que le comprara un par de meses atrás, ese que la hacía sentir como si fuera la novia de su propio matrimonio. Tan joven pensando en el matrimonio. Tan joven en su primer misa en honor a un muerto.

Pero la verdad era que esta no era la primera vez que la muerte rodeaba a la niña de blanco, y con seguridad no habría de ser la última, hace dos años su mejor amigo, ese perro que le compraron cuando tenía tan solo un año, había sido atropellado a un par de cuadras de su casa mientras su mamá, quien se descuidó unos segundos porque contestaba por celular una llamada del hombre al que amaba, lo sacaba a caminar como hacia a diario mientras su esposo se acostaba a dormir después de un largo día de trabajo. Sin embargo la muerte de la única persona que le comprendía, su perro, nunca fue asunto de tristeza para ella como lo es para todos los demás presentes en el auditorio, su perro estaba ahora en una granja inmensa y verde, donde una pareja de ancianitos lo cuidaba y amaba de la misma forma que ella lo hacía. Ella comprendía que el perro había tomado la decisión de partir y estaba feliz con ella, ella también lo estaba.

Hace cuatro días ella le escribió, lo extrañaba y amaba, quería que el también le escribiese y le dijera como estaba, como lo trataba la pareja de ancianitos, y esta vez, a diferencia de las veces anteriores, mando un hueso, de esos de los marrones, porque ella decía que esos eran sus preferidos, junto a la carta para que cuando lo mordiera y jugara con él, el se acordara de ella así como cuando ella se acuerda de el todas las noches al dormir abrazando la camisita azul cielo que le compró la vez que estuvo con su familia en Argentina, visitando a la familia de su papá.

Había días en los que se entristecía porque su perro no estaba, pero ella sabía que él estaba más feliz ahora, ella sabía que no podía ser egoísta e intentar buscar solo la felicidad de ella, su profesora le había dicho que a papá Dios no le gustaba el egoísmo, y un par de minutos después la sonrisa que tanto iluminaba la cara de su papá, esa que hacía el mismo efecto en mamá cuando el compañero de trabajo de papá llamaba a mamá por las noches, aparecía nuevamente en su cara. Su profesora también le había dicho que estar triste no le gustaba a papá Dios.

Lo que ella no sabía, y no tenia porque saber, era que ella nunca estaba sola, tenía en su corazón el sentimiento más hermoso que algún día iba a conocer y ese la mantenía unida a alguien que la quería a ella como nadie más lo hacía, ni siquiera sus papas, ese pequeño french poodle blanco que le desacomodaba la falda al pararse en dos patas para apoyarse en ella, intentando llamar la atención de la niña, tan solo segundos antes de que ella se la acomodara otra vez, pensando que es el viento pasando por sus piernas.

Quisiera ser como ella, ser feliz y relucir sin tener que esforzarme o intentarlo. La vida es tan simple cuando uno es pequeño, no tiene sentido que tengamos que crecer. No tiene sentido. Tampoco tiene sentido que esté aquí sentado mirando hacia la entrada del auditorio mientras debería adelantar trabajos. Pero la vida no tiene sentido, ¿Y quién soy yo para intentar vivirla con él? De pronto ya abrieron mi cafetería preferida, mejor voy a revisar.

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