domingo, 19 de septiembre de 2010

La Séptima

Hace rato no hablaba y es que no tenía nada que decir. Admito que también intenté dejar de pensar, pero esa tarea no pareció funcionar por más de dos instantes. Llevo meses sin tomar café y me está comenzando a afectar gravemente. Veo gente muerta, como el niño de esa película, y está comenzando a hacérseme difícil el ver los que aun están vivos. Aquel que piensa y habla me podría preguntar que como se la diferencia y si no fuera porque también dejé de oír, le respondería que realmente no lo sé. Una vez leí que no hay ninguna diferencia entre los vivos y los muertos sino la realidad en la que se encuentran. Tal vez yo estoy en la mitad, en ambas realidades. O tal vez estoy vivo y solo creo estar muerto. Me parecería muy triste estar muerto y creerme vivo.

Hace tiempo no sentía frio. Hace tiempo no sentía.

Anoche caminaba solo por entre dos calles. Un chico caminaba al lado mío. Solíamos ser amigos tiempo atrás, o al menos eso creía. El tiempo tiene la particularidad de cambiar las cosas. Uno no se puede mover libremente el tiempo, pero él se encarga de movernos a nosotros lo mas que puede. No le gusta ser ignorado y no le culpo, solo pocos disfrutamos eso.

Su nombre ya lo olvidé, pero puedo recordar que vestía de mi color favorito, ese que brilla más que el blanco y que algunos dicen es un verde rojizo, pero yo creo que es un amarillo purpurezco. Hubo más silencio que voz, pero fue suficiente para conversar lo que se necesitaba conversar. Una imagen vale más que mil palabras pero algunas miradas valen más que mil imágenes. Sin embargo esta mirada en particular solo valía una palabra y no sabía cuál era. Estaba en otro idioma, rimaba con arrepentimiento y tristeza y era sinónima de felicidad. Esa lengua era tan difícil de entender a veces.

Compró dos cervezas y yo compre dos con él. Más tarde comimos chocolates juntos. No recuerdo si eran míos o de él, creo recordar que el me brindó y yo los acepte, pero también recuerdo preguntarle si quería mas y oírle decir que si sin pensar un segundo. Se preguntó a sí mismo si estaba solo y si lo estaría también lo que le queda en su realidad y lo único que quise por un momento era decirle que no. Claramente el no me podía ver como yo lo veía a él. Claramente el no veía al chico de chaqueta negra y camisa rosada que aun lloraba en mi hombro ni su corazón roto que latía mas fuerte que los carros en la avenida contigua. Claramente su propia maquina bombeadora de sangre sonaba y brillaba mucho más fuerte.

Le comprendí.

Su historia era tan larga y complicada. Muy pocas personas la sabían y ni siquiera yo la podía entender tan rápidamente. A veces me sentía arrastrado hacia ella pero otras veces era yo quien actuaba y cambiaba la misma historia. Intentando escapar del rio cambiaba su curso. Era envolvente y confusa, justo como el amor. No era sorprendente, una maldición más que se obtiene al estar vivo. Amar, ser amado, odiar, ser odiado, cuatro sentimientos dentro de una misma experiencia que se llama respirar. Me siento tan afortunado de poder mantener la respiración por tanto tiempo, tal vez en una vida pasada fui un buen nadador.

El se fue a su casa mucho tiempo después. Una experiencia casi religiosa, como esa de esa canción. Lloré por lo que parecieron horas al verlo ir. La empatía era poderosa y preferí hacerlo yo antes de que lo hiciera el de nuevo: llevaba meses haciéndolo sin parar y la razón era más compleja que la razón por la que hoy volví a respirar y a tener frio. Mi corazón se quedó atrás cuando deje de vivir, pero el de él, que murió y lo puedo ver conmigo, sigue latiendo en su pecho. Un ritmo fulminante, una patética canción.

Recordé su nombre. Es una peste. Tal vez si me tomo un tinto en su honor lo olvide nuevamente: no puedo poner en riesgo que esas aurículas y esos ventrículos cobren vida una vez más. No quiero arrepentirme de esta decisión. Estar muerto no te ofrece diversión, pero tampoco trae más sufrimiento.